Un
árbol es bueno cuando da frutos buenos. Y para que llegue a darlos, el árbol
requiere muchos cuidados.
Lo
primero que hay que hacer es preparar la tierra para plantarlo; ha de estar la
tierra bien regada, sin malas hierbas ni piedras que impidan a sus raíces
extenderse y agarrar profundamente la tierra.
Después,
es necesario tener una gran paciencia para permitirle crecer a su ritmo.
También es necesario darle tiempo para reponer fuerzas, para recobrar la salud.
En una palabra, hay que estar pendientes de él con un gran cuidado. Al árbol
hay que darle también sus oportunidades.
Hay
que podar las ramas secas para que la savia pueda llegar sin dificultad hasta
las ramas más pequeñas y más alejadas del tronco.
Hay
que apuntalarlo para que resista las tempestades. Si es frágil y está mal
cuidado, resistirá poco y será arrancado de cuajo. HAY QUE PRESERVARLO DE LOS
BICHOS QUE SE COBIJAN EN ÉL Y LE destruyen quitándole las fuerzas.
Hay
que preocuparse de él en todo momento. ¡Entonces sí que será capaz de dar los
frutos esperados, sabrosos y nutritivos!
Nosotros
somos parecidos a los árboles. Nuestros frutos son nuestras obras y nuestras
palabras. Si permanecemos plantados en la Palabra de Jesús, en su Evangelio,
entonces daremos frutos -nuestras obras y palabras- en las cuales se podrá
saborear la Palabra de Jesús. Si nos preocupamos de que nuestras raíces estén
asentadas en Jesús; entonces nuestros frutos serán frutos de amor y no de odio.
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