EL
TAPIZ MARAVILLOSO
Un
buen hombre recibió una carta de un amigo. Le comunicaba que le iba a regalar
un hermoso tapiz. Era precioso, le decía, y hacía los mayores elogios del tapiz
precioso que iba a recibir todo él bordado en oro, representaba primorosamente
unas escenas bellísimas de cacería, los colores estaban perfectamente
conseguidos. Su valor, en una palabra, era incalculable.
A
los pocos días llamaron a su puerta para entregarle el tapiz.
Lo
desembaló a toda prisa, y al verlo, no pudo menos de sentirse defraudado.
Aquello no era sino un montón de hilos mal distribuidos sin formar dibujo
alguno inteligible. Aquí y allá se veían nudos empalmados de cualquier manera.
Por ningún sitio veía aquellas maravillosas escenas de cacería de que le había
hablado. ¿No será fruto de la imaginación de mi amigo?, llegó a pensar. ¡Tantos
elogios para tan poca cosa!
De
repente, y casi sin advertirlo, dio la vuelta al regalo y respiró aliviado.
Desgraciadamente, lo había estado mirando del revés. Ahora sí pudo admirar los
riquísimos matices de los colores, las bellas escenas representadas... En fin,
le pareció que su amigo se había quedado corto en las alabanzas.
Así
nos ocurre a nosotros con el dolor. Depende de por dónde lo miremos. Mirado de
un lado nos parece un sinsentido, un absurdo. Visto desde los ojos de Dios
puede convertirse en una ocasión maravillosa para encontrarnos con lo mejor de
nosotros mismos, con los demás y con el mismo Dios.
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