Alguien toca la puerta. ¿Serás tú, Señor? Llevas tiempo tocando y no me he dado cuenta.
Es que es un fin de semana de mucho ruido, de mucha compra, de atascos y prisas. Veo luces encendidas y muchos árboles adornados. Oigo música especial. Estoy distraído. Te vuelvo a oír tocar. ¿Qué quieres de mí? No puedo recibirte con las manos vacías, el corazón cerrado, y la mente en otro sitio. No puedo recibirte lleno de tantos trastos y con tantas preocupaciones inútiles. No puedo recibirte rodeado de tantos desencantos que no muestro, pero que están al acecho. Reconozco que cada día que pasa pierdo un gramo de ilusión, y engordo un gramo de desesperanza.
Hay silencios que no verbalizan aquellas cosas que ya doy por imposibles. A veces mi lenguaje se contradice con la capa de desilusión que me forra por dentro. Y no es que no crea; tengo una fe recia y constante. Pero considero que las promesas tienen todavía que esperar, y que lo que pueda estar por venir no lo verán mis ojos. Trabajo para que no se apaguen todas las lámparas, para que algunas queden encendidas. Tengo herida la esperanza; es un estanque con grietas que no termino de reparar. Te vuelvo a oír tocar. Antes de abrirte necesito un poco de tiempo. Espera un momento, te digo, no te vayas, que pronto te abro. Ese tiempo que necesito se llama *adviento* y no simplemente como unas cuantas semanas, sino como una dimensión de mi vida de creyente. Necesito mirar hacia arriba y hacia dentro. Necesito paciencia y conformidad. Necesito encender pequeñas luces en medio de la noche que me haga creer que el sol podrá salir e iluminar. Necesito esperar y confiar. Necesito creer que vale la pena lo que hago cada día, reconciliándome con mi pobreza. Necesito unos ojos nuevos y una coraza contra los que ven soluciones fáciles, ofrecidas con altanería y autosuficiencia. Necesito, Señor, que me renueven la receta médica y que en ella ponga: una inyección de esperanza cada día y para siempre.
*Te lo prometo, Señor, pronto te abriré la puerta.*
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