DÍA DEL CATEQUISTA
21 de agosto, celebramos a
San Pío X, patrono de los Catequistas... Desde ya feliz día a todos los
catequistas, en esa misión tan grande y hermosa que Jesús les encomendó. María,
la Primera Catequista, interceda por todos ustedes.
La Catequesis del Catequista:
Celebrar
es, sobre todo, decir “gracias”. Celebramos la vida en cada cumpleaños,
celebramos la salud, una intervención médica que salió bien, la sonrisa de
nuestros hijos… Cada hecho que celebramos va unido a la gratitud. En el día del
catequista demos gracias por ellos, por su identidad y vocación que, con
silencio y mucha humildad, van construyendo el Reino de Jesús.
El
catequista está llamado a ser entrañablemente él mismo. En la verdad y en la
hondura de su identidad resuena el llamado de Dios que lo convoca a ser eco de
Cristo, para que muchos hombres y mujeres se encuentren con Él. ¡Cuánta
sintonía y cuánta fidelidad! ¿Cómo hacerse eco auténtico? ¿Cómo no ser una caja
de resonancia de otras voces y de otros ruidos capaces de distorsionar la
verdadera identidad?
En
esta disyuntiva existencial: ser o no ser lo que Dios lo invita a ser, queda
implicada la naturaleza humana del catequista. Caída y redimida. Débil y
fuerte. Imperfecta y llamada a la plenitud. Sería impensable un catequista
desprovisto de la gracia de Dios. Sería impensable un catequista errante,
náufrago de procesos educativos incapaces de albergarlo.
La
naturaleza humana, abierta al auxilio divino de la gracia y al auxilio humano
de la educación, se perfecciona y se hace más imagen y semejanza de Dios. Se
hace tierra fértil en la cual Cristo crece, configurando en la personalidad del
catequista todas las virtudes que lo hacen capaz de ser lo que Dios lo invita a
ser.
En
este proceso educativo, la catequesis ocupa un lugar propio e inconfundible. A
ella le corresponde la educación de la fe. Y el catequista, como hombre de fe,
necesita ser permanentemente educado en esa misma fe que profesa.
Para
ser entrañablemente él mismo, el catequista necesita hacerse destinatario de la
catequesis. Destinatario de itinerarios formativos diseñados para él, en los
cuales la educación en la fe sea intencional y sistemáticamente favorecida. En
el integral entramado de dimensiones diversas asumidas por la formación de los
catequistas, tendrá un lugar privilegiado la educación de la fe, como virtud
teologal que ha de ser sostenida, fortalecida, animada, informada y testimoniada
a lo largo de toda la vida.
Pero,
para ser entrañablemente él mismo, el catequista necesita hacerse destinatario,
también, de los procesos catequísticos diseñados para sus catequizandos y
catecúmenos. Allí, en la siempre nueva dinámica del encuentro y del proceso
catequístico, allí Dios obra produciendo siempre lo inimaginable. Allí, en el
misterio de una metodología y de unos recursos siempre imperfectos, Dios logra,
una vez más, como aquel día junto al pozo de Zicar, que los discípulos sean
testigos. Y el catequista se hace destinatario de lo que los catequizandos y
catecúmenos dicen.
Catequistas, hagamos todo lo que Jesús nos
diga:
Compartimos
nuestra realidad catequística, con situaciones nuevas y antiguas y amada
siempre por Dios. Él sigue suscitando vocaciones catequísticas en hombres y
mujeres que, en medio de esta realidad y enviados por la Iglesia, quieren
responder como discípulos-misioneros al llamado de Jesús Buen Pastor.
Los
catequistas estamos esencialmente unidos a la comunicación de la Palabra.
Nuestra primera actitud espiritual está relacionada con la Palabra contenida en
la Revelación, predicada por la Iglesia, celebrada en la liturgia y vivida
especialmente por los santos.[1] Y es siempre un encuentro con Cristo, oculto
en su Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. Apertura a la Palabra
significa, en definitiva, apertura a Dios, a la Iglesia y al mundo.
Cuando
los catequistas realizamos nuestro ministerio, es decir cuando conscientes de
nuestra propia fe nos ponemos al servicio de nuestros hermanos para ayudarlos a
crecer en la fe, aprendemos a mirar el mundo desde una óptica: la del
Magníficat. Se trata de una mirada creyente, capaz de ver los signos de
esperanza. Mirar la realidad con los ojos de María significa ver el bien también
ahí donde todavía no germinó.
Los
ojos de María, que buscan a Jesús, saben encontrarlo y, en ocasiones, invitarlo
a mostrar signos concretos para que el mundo crea, como en las bodas de
Caná.[2] Con esa mirada creyente, los catequistas somos anunciadores del Reino.
El mundo hoy, como ayer y como siempre, tiene derecho al anuncio. No se lo
puede privar de él. Y, si bien todos los bautizados hemos sido convocados a esa
tarea, a los catequistas nos compete de modo especial.
El
corazón creyente sabe darse cuenta de que el mundo es amado por Dios, sostenido
por su amor. Muchas veces los catequistas somos pobres de recursos, de medios,
pero por la gracia de Dios representamos una fuerza de cambio extraordinaria.
Donde está Jesús, ahí está su Reino, allí madura la esperanza, allí es posible
tomar el amor que da vida. El encuentro con Jesús nos hace testigos creíbles de
su Reino, nos asemeja a Él, hasta transformarnos en memoria viviente de su modo
de existir y de obrar.
Mirar la vida con ojos de creyentes:
Los
catequizandos y catecúmenos llegan desde distintos caminos… Con historias de
vida y con experiencias de fe diversas. Los catequistas, muchas veces
preocupados por unos contenidos a transmitir, obviamos ingenuamente una mirada
profunda a lo que ellos han vivido y a lo que creen realmente.
Usamos
mucho la palabra “itinerario”, pero más de una vez la reducimos a la simple
categoría de “programa” o de “listado de contenidos” preestablecidos. Nos
atamos a un deber ser que se olvida de enraizar la vida de las personas y sus
procesos anteriores en este nuevo camino que emprendemos en la Catequesis
Familiar.
Tal
vez este breve y antiguo relato pueda ayudarnos a expresar sencillamente lo que
queremos decir.
Una
vez un explorador fue enviado por los suyos a un perdido lugar en la selva
amazónica. Su misión consistía en hacer un detallado relevamiento de la zona.
Como el explorador era experto en su oficio, hizo su tarea con pericia y
extremo cuidado. Ningún rincón quedó sin haber sido explorado.
Averiguó
cuáles eran los vegetales y los animales del lugar, las características de cada
época del año, los secretos del gran río que atraviesa toda la región, las
lluvias, los vientos, las posibilidades para la vida del hombre en aquel remoto
lugar…
Cuando,
por fin, creyó saberlo todo, decidió regresar dispuesto a transmitir a los que
lo habían enviado el cúmulo de conocimientos adquiridos.
Los
suyos lo recibieron con expectativa… Querían saberlo todo acerca del Amazonas.
Pero el avezado explorador se dio cuenta, en ese momento, de la imposibilidad
de responder al deseo de su pueblo. ¿Cómo podría él transmitirles la belleza
incomparable del lugar, o la armonía profunda de los sonidos nocturnos que
solían elevar su corazón? ¿Cómo podría compartir con ellos la sensación de
profunda soledad que lo embargaba por las noches, el temor que lo paralizaba
ante las fieras salvajes del lugar o la inusitada sensación de libertad que lo
embargaba cuando conducía la canoa a través de las inciertas aguas del río?
Entonces,
después de pensarlo, el explorador tomó una decisión y les dijo: “_ Vayan y
conozcan ustedes mismos el lugar. Nada puede sustituir el riesgo y la
experiencia personales”. Pero tuvo miedo… Si algo les pasaba… Si no sabían
llegar… Entonces hizo un mapa para guiarlos. Todos hicieron copias, las
repartieron y se fueron al Amazonas provistos del conocimiento encerrado en el
mapa recibido.
Todos
los que tenían una copia se consideraron expertos. ¿Acaso no conocían, a través
del mapa, cada recodo del camino, los lugares peligrosos, la anchura y la
profundidad del río, los rápidos y las cascadas?
Sin
embargo, el explorador lamentó durante toda su vida haberles dado el mapa…
Hubiera sido mejor no dárselos.
Esta
narración tiene, tal vez, mucho que decir a nuestro ministerio catequístico. No
se trata de ayudar a los catequizandos a explorar la selva, introduciéndolos en
los vericuetos o en los preciosismos de una detallada información doctrinal,
sino de ayudarlos, fundamentalmente, a encontrar al Dios de Jesucristo.
Si
bien es cierto que la catequesis incluye tareas de instrucción, iniciación y
educación, también es verdad que ella es un ministerio al servicio de la fe. Se
trata, sobre todo, de favorecer que nuestros interlocutores vivan su propia
experiencia de fe, siempre única, personal e intransferible.
Cuando
los interlocutores de la Catequesis comienzan a vivir su fe así, como
auténticos exploradores, con cierto riesgo y embarcándose en una especie de
“aventura personal”, podemos decir que este “nuevo nacimiento” los afecta por
entero y los abre a una realidad nueva, a una manera nueva de realizar la
existencia.
Tal
vez ellos, en sus caminos anteriores, ya han recibido muchos mapas y están, por
eso, convencidos de ser verdaderos expertos en las cuestiones de la fe… Pero no
aciertan a mirar la vida con ojos de creyentes. Tal vez esos mapas los han
decepcionado, no los han llevado al encuentro con Jesús y los han mantenido en
cuestiones externas que critican duramente o que aceptan, con resignación o sin
reflexión.
Tal
vez nosotros mismos, sus catequistas, les ofrecemos ciertos mapas
prefabricados, que nos sirvieron a nosotros; pero que no les sirven a ellos.
Les indican caminos que nosotros mismos hemos recorrido, con más o menos
acierto, pero no los dejan explorar y aventurarse para encontrarse, por fin,
con el Señor.
Tampoco
se trata de improvisar o de dejarlos solos. Quizás va siendo hora, de
desentrañar el significado y la hondura de una pedagogía que Jesús conocía muy
bien: el acompañamiento. Ese caminar junto al que busca, permitiéndole que siga
buscando… Ese caminar, al principio casi imperceptible y después tan encarnado
en la vida del catequizando.
Un
caminar que no violenta, que no apura, que no se detiene y que, recorriendo la
Palabra, va dejando llegar… Cada uno lo hace a su tiempo, con respeto a los
tiempos del otro, y según sus posibilidades. Pero, por fin, arde el corazón y
se produce el encuentro que se celebra con el Pan compartido. La pedagogía del
acompañamiento no traza mapas, sino que recorre y acompaña los caminos
personales y comunitarios de búsqueda.
Como
catequistas, podemos proponernos indagar por aquí algunas de las respuestas
pendientes al actual fracaso de la iniciación cristiana. Quizás así sea posible
iniciarse o retornar a la fe, desechando antiguos mapas y aprendiendo a mirar
la vida con ojos de creyentes.
Pbro.
José Luis Quijano
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