TEXTO DE SU HOMILIA
«¿Quién
comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante del libro de la
Sabiduría,
que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta nuestra vida como un
misterio, cuya clave de interpretación no poseemos. Los protagonistas de la
historia son siempre dos: por un lado, Dios, y por otro, los hombres.
Nuestra
tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar su voluntad. Pero
para cumplirla sin vacilación debemos ponernos esta pregunta. ¿Cuál es la
voluntad de Dios en mi vida? La respuesta la encontramos en el mismo texto
sapiencial: «Los hombres aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer
la llamada de Dios, debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta.
En muchas ocasiones, los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor. Su
mensaje encuentra una síntesis admirable en la expresión: «Misericordia quiero
y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13).
A
Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que ayudamos
reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada vez que
nos hemos inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de comer y
de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios (cf. Mt
25,40).
Estamos
llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y profesamos
en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los
hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1 Jn 3,16-18; St
2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que se presta
en un momento de necesidad.
Si
fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento de humana solidaridad que
produce un beneficio inmediato, pero sería estéril porque no tiene raíz. Por el
contrario, el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la caridad
con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer
cada día en el amor.
Hemos
escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Hoy
aquella «gente» está representada por el amplio mundo del voluntariado,
presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Ustedes son esa gente
que sigue al Maestro y que hace visible su amor concreto hacia cada persona.
Les repito las palabras del apóstol Pablo: «He experimentado gran gozo y
consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los corazones de los creyentes han
encontrado alivio» (Flm 1,7).
Cuántos
corazones confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas
secan; cuánto amor derramo en el servicio escondido, humilde y desinteresado.
Este loable servicio da voz a la fe y expresa la misericordia del Padre que
está cerca de quien pasa necesidad.
El
seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso; requiere
radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más pobres y
descartados de la vida, y ponerse a su servicio. Por esto, los voluntarios que
sirven a los últimos y a los necesitados por amor a Jesús no esperan ningún
agradecimiento ni gratificación, sino que renuncian a todo esto porque han
descubierto el verdadero amor.
Igual
que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado sobre mí en el momento
de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y me inclino sobre
quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los jóvenes
sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos y los
encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e
indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados a sí
mismos, así como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera que haya
una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí debe estar nuestra
presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y da esperanza. Hacer esto
con la viva memoria de cuando yo estaba tendido ahí y el Señor se inclinó sobre
mí.
Madre
Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de
la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la
acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y
descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida proclamando
incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño, el más
pobre».
Se
ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde
de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho
sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas
ante los crímenes de la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia ha
sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra suya, y la «luz» que
iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar
su pobreza y sufrimiento.
Su
misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales
permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios
hacia los más pobres entre los pobres. Hoy entrego esta emblemática figura de
mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado: que ella sea vuestro
modelo de santidad.
Pienso
que tal vez tendremos un poco de dificultad en llamarla Santa Teresa. Su
santidad es tan cercana a nosotros, que espontáneamente la seguiremos llamando
Madre Teresa.
Esta
incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada vez más
que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de toda
ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin distinción de lengua,
cultura, raza o religión.
Madre
Teresa amaba decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír» porque
abriga el corazón en su sonrisa. Llevemos en el corazón su sonrisa y
entreguémosla a todos los que encontremos en nuestro camino, especialmente a
los que sufren. Abriremos así horizontes de alegría y esperanza a toda esa
humanidad desanimada y necesitada de comprensión y ternura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es importante.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.