El
otro día vino a comer a casa una persona querida de la familia y hablando un
poco de todo, comentó que hacía ya más de un año que no se confesaba. Mi hija
de 10 años, con su espontaneidad dijo inmediatamente: “¿Es que no quieres a
Jesús?”.
Qué
gusto si los mayores tuviéramos esa infancia espiritual de ver las cosas de
Dios de una forma sencilla, que no simplona, con el corazón enamorado.
Siguiendo
al hilo de la confesión, en un vídeo que vi del Papa Francisco, me encantó como
exponía en una homilía la manera en que se acercan los niños a confesar. Son
tremendamente concretos: “He pegado a mi hermano, he dicho una palabrota (y te
la sueltan, por supuesto)…” y conforme nos vamos haciendo mayores, vamos
ocultando cada vez más nuestras miserias, hablando en abstracto, de forma
impersonal. Se nos va haciendo cada vez más borrosa la imagen de Dios Padre,
que nos ama por encima de todo.
De
jovencita vi una película bonita, “Love Story”, pero con una filosofía muy
equivocada. El chico le decía a la chica que amar era no tener que decir nunca
lo siento. Nada más lejos de la realidad, creo que cuanto más se ama, más nos
damos cuenta de nuestra limitación y de la necesidad que tenemos de ser
incondicionalmente perdonados.
A mi
querida amiga le diría que hiciera una vista al confesionario y se recrease en
sentirse hija muy muy querida de un Padre deseoso de salir a nuestro encuentro
siempre, sin condiciones.
COQUE
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