Plantar una higuera
Detrás de la casa donde vivo hay una pequeña huerta. Y, hace ya unas semanas, cumplí mi deseo de plantar una higuera.
Recordaba la que había en el pequeño cercado de mis padres, o las más frondosas higueras de Maximino, cerca de la plaza de Ingenio. Los chiquillos, que en aquella época siempre teníamos ganas de comer, nunca esperábamos a que la fruta madurara del todo. Sobre todo, porque alguien se podría adelantar a nosotros.
Que Maximinito nos haya perdonado los pequeños hurtos infantiles.
La higuera de mi huerta tiene nombre. Como el framboyán de Tamaraceite. Los que no tenemos hijos necesitamos usar los nombres guardados en el corazón para marcar los árboles o los libros.
Si una higuera tiene nombre, puedes hablar con ella. Y los frutos que dan son infinitamente mejores que las higueras anónimas. De niño decíamos que los higos más sabrosos eran los que uno cogía a escondidas de su dueño. Ahora pienso que serán mejores los que uno cuida mimosamente.
Cada mañana me acerco, miro detenidamente la higuera y me doy cuenta de que la quiero más. Ella necesita de mí y yo necesito de ella.
Si alguien me viera sentado y mirándola, seguro que pensaría que algo funciona mal en mi cabeza. O tal vez se acordaría de aquello que decía Jesús y que cuenta Lucas en el evangelio:
“Miren la higuera y los demás árboles: cuando echan brotes se dan cuenta de que el verano está cerca. Así también ustedes sepan que el reino de Dios está cerca”.
Eso es lo que hago: Mirar la higuera.
La parroquia es así también. Siempre está uno mirándola y esperando que dé frutos.
A veces hay que cortarle alguna rama o protegerla del viento.
Otras veces es uno el que se descuida y olvida atenderla debidamente.
Los amigos, la parroquia, mi higuera, necesitan cuidados.
Yo necesito de ellos.
Por eso observo cada día y escucho, silencioso, lo que puedan decirme. Porque mi higuera es un ser vivo. Está viva.
José, nuestro nuevo obispo, dijo el 2 de octubre que venía a una diócesis viva. Yo, la verdad, la desearía bastante más viva. Pero tengo la plena confianza de que él lo va a intentar. Me gustaría que escuchara mucho a los laicos y a los curas y a las comunidades religiosas.
Me gustaría que delegara en otros, en muchos. Que confíe en los valores de otros hombres y mujeres que pueden darle más vida a la diócesis.
Me gustaría que fuera un obispo con paciencia. Y que sepa valorar el trabajo que se hace en las parroquias y en los diferentes grupos que, con no pocas dificultades, intentan cumplir su misión y dar el fruto esperado.
Querido obispo José, bienvenido a nuestra tierra. Y un consejo: Planta una higuera y mírala y disfrútala cada día.
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