No sé si es bueno o malo que coincidan dos grandes acontecimientos este fin de semana. Dos grandes a nivel religioso, sin contar con que decimos adiós a un año que según como se mire y según quien lo mire, pudo haber sido un desastre o por el contrario pudo haber sido un año maravilloso. Sea como fuere, siempre tenemos que mirar hacia adelante, aprender del pasado, para saber donde nos encontramos en este momento.
Este fin de semana celebra la Iglesia la solemnidad de la Sagrada Familia. Muchos dicen que ya la familia no es lo que era; que ha cambiado un montón el concepto que tenemos de ella; que no es lo mismo que antaño; que ya no todos nos «apellidamos Alcántara», familia con la que nos identificamos muchos, sobre todo los que hemos vivido la década de los sesenta.
Esa familia bucólica, modélica, escaparate... creo que no existe. No existió tampoco en Belén. Desde el principio ya surgieron los primeros problemas: hubo que dar a luz en una cuadra, con lo que eso significa de olores, suciedad, estiércol... y creo que la pregunta de por qué a nosotros, surgiría en más de una ocasión en las conversaciones de José y María. En alguna ocasión se preguntarían, ¡si hubiera dicho que no!, ¡con lo bien que estaba en mi casa...!
Creo que tampoco hoy en día no hay familias de escaparate donde todo sale bien, donde no hay ningún tipo de problema, donde la vida es un color de rosas. La vida de familia es un caminar constante por veredas donde existen piedras, donde hay cuestas difíciles de subir, donde cómo no te agarres en las bajadas llegas a tu destino antes de tiempo y probablemente sin querer hacerlo.
Pero para los cristianos, tanto la familia de Nazaret, como la del siglo XXI, nace de un sí a que Dios comparta el camino de la vida con nosotros: con sus alegrías y con sus penas, con las ilusiones y frustraciones y todos nacemos del Amor de Dios que se hace real en el amor de unos pares que nos han dado lo mejor que tenemos: la vida. Por ello hemos de cuidarla y protegerla, desde el principio hasta el final, aunque a muchos les pese.
Recibimos la vida, pero ser capaces de dar vida (fisica, social, solidaria...) es una grandeza, porque tenemos un Amor que nos capacita para ello y que viendo el reflejo de Nazaret y de la vida de la familia de cada uno de nosotros, nos hace valorar la entrega y la generosidad, para hacer lo que Dios nos pide en amor y libertad.
En un hogar donde se vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra en sus intereses sino que vive abierta a la familila humana.
Pero, como familia, hemos de ser «peregrinos de esperanza», que es el lema del año jubilar que acaba de iniciar el Papa. En la vida somos peregrinos, vamos caminando, cada uno con sus avatares, pero peregrinos ¿de qué?. Hemos de ser portadores de esperanza en un mundo que cada vez se me antoja que hay muchos profetas de calamidades; profetas que anuncian siempre nubarrones y danas, y que nunca brilla el sol que nace lo alto.
El Papa Francisco ha querido que este año jubilar sea un año para insuflar esperanza, alegría, ilusión, ganas, entusiásmo. Un año para brindar por todo lo bueno que nos ofrece la vida a pesar de todas las calamidades y catástrofes que puedan haber; Un año donde hemos de peregrinar en sentido contrario al silbar de las balas, de los cementerios de pateras, de los conflictos que no conducen a ninguna parte y que son los que nos tienen, a veces amargados. No es evangélico exigirle al mundo tareas heróicas y luego desentendernos de sus luchas y desvelos.
Como dijo el Papa, en su apertura, “hermanos, la puerta de la esperanza está abierta al mundo”. Les invito, me invito a ser PEREGRINO DE LA ESPERANZA
Hasta la próxima
Paco Mira
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