Primera lectura
Lectura
del libro de Malaquías (3,1-4):
Palabra
de Dios
Salmo
Sal
23
R/. El
Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
¡Portones!,
alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va
a entrar el Rey de la gloria. R/.
¿Quién es ese Rey
de la gloria?
El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe
de la guerra. R/.
¡Portones!, alzad los
dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar
el Rey de la gloria. R/.
¿Quién es ese Rey de la
gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de
la gloria. R/.
Segunda lectura
Lectura
de la carta a los Hebreos (2,14-18):
Los
hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de
nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo,
aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y
liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera
como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no
a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos,
para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere,
y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la
prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por
ella.
Evangelio del domingo
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (2,22-40):
Cuando
llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los
padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor,
de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito
varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación,
como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo
y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo
moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que
no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por
el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús
sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu
promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han
visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su
padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del
niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira,
éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten;
será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de
muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había
también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era
una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada,
y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo
día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose
en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los
que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron
todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a
su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se
llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
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