PLÁTANOS AMASADOS CON GOFIO
Me hizo mucha gracia cuando
me lo contaron. Un vecino de mi pueblo participó hace unos meses en un concurso
de postres canarios. Se presentaron más de cien concursantes con recetas muy
elaboradas: Mezclas insólitas de productos de nuestra tierra a cual más
sofisticada. Para sorpresa del concursante de mi pueblo, su receta, plátanos
amasados con gofio, fue la premiada.
Los ingredientes eran plátanos y gofio.
Así de sencillo. Y este fue el postre o la merienda de muchos canarios en los
tiempos que por aquí no se conocía el yogur ni el mus ni todas esas delicateses
que nos ofrecen ahora en cualquier restaurante. Me supongo que el jurado
valoraría la sencillez del postre y su autenticidad. Qué más se puede pedir.
Como en casi todo, nada
mejor que lo sencillo. A mí, por ejemplo, me cansan los discursos, homilías o
reuniones con lenguaje rebuscado, infinitos, no hechos para ser disfrutados
sino para el lucimiento de quien lo hace. Me molestan los escritos que hay que
leer tres veces para entenderlos. Cuando era estudiante en Colonia, cuenta una
profesora, tuve que preparar, en una ocasión, un trabajo largo y difícil para
una clase en la Universidad. Antes de entregarlo al profesor, lo enseñé a un
compañero mayor, que lo leyó con interés, y después me dio un consejo amistoso
que nunca he olvidado: Está bien, me comentó. Pero si quieres tener una buena
nota, tienes que decir lo mismo, pero de un modo más complicado.
Así suele ocurrir. Se
confunde muchas veces lo complicado con lo inteligente. Cuántas veces hemos
oído a alguien que dice: Qué homilía tan buena. O qué inteligente la persona
que habló. Y si uno le pregunta cuál era el tema responde que no lo entendió
mucho, pero que hablaba muy bien. Si se habla es para que el público a quien
uno se dirige lo entienda. Lo siento, pero hay predicadores –a lo mejor yo soy
uno- que son maravillosos…para dormir a la feligresía. Nos olvidamos que Dios,
que es la suma verdad, es también la suma sencillez. San Pablo, en la primera
carta a los Corintios (14,1) dice que “Si no hablamos con palabras que se
entiendan, estaríamos hablando al viento”. Y es que, para ser auténticos hay
que empezar por ser sencillos. Sin demasiado decorado, sin afectación. La forma
hay que cuidarla. Pero lo que realmente importa es el mensaje que se quiere transmitir-.
El papa Francisco tiene la
difícil virtud de la sencillez. Generalmente no ha sido fácil leer los
discursos o encíclicas de los papas. Sin embargo ahora nos estamos
acostumbrando a escuchar o leer las homilías de Francisco. Hace poco hacía él
mismo este comentario: “En nuestra imaginación –se lamentó- la salvación debe
venir de algo grande, majestuoso. Como si sólo pudieran salvarnos los
poderosos, aquellos que tienen fuerza, que tienen dinero. Sin embargo la
salvación solo viene de lo pequeño, de la simplicidad de las cosas de Dios.”
El lenguaje engolado,
falsamente erudito y rebuscado puede valer para el lucimiento personal. La
forma de hablar llana, sencilla, humilde, auténtica, es como los buenos
postres. Fáciles de entender y gustosos al paladar y al corazón. Como los
plátanos amasados con gofio.
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