En
la carrera tenía un profesor de sociología que siempre que teníamos
clase, comenzaba la misma con la frase con la que comienzo estas
líneas. Siempre la dejaba caer, como coletilla, con la sana
intención de pensar de que algún día nos la aprenderíamos de
memoria. Y lo consiguió.
No
es fácil abstraerse del significado de la misma. Nacemos para vivir,
no como algunos piensan que nacemos para morir, aunque esto sea una
consecuencia de la vida misma. Solo muere lo que está vivo. Pero en
esa vida, larga o corta, debemos y tenemos la obligación de
convivir. Es decir que en la medida en que yo me relaciono con otros,
crezco como persona y los demás crecen conmigo. Vivir y convivir
suponen dos piezas claves de esta maravillosa realidad llamada vida.
Y
precisamente a esa vida es a lo que nos invita el evangelio y las
lecturas de este domingo. La vida ha de estar por encima de las
leyes, de las normas… aunque estas nos ayuden a vivir. Los
fariseos, nuestros fariseos de hoy en día; los doctores de la ley,
nuestros doctores eclesiásticos y no eclesiásticos de hoy en día,
temen que las normas no se cumplan, que los sacramentos no se lleven
a la práctica con la necesaria ritualidad… y en el fondo lo que
estamos haciendo es apagando la propia esencia de la vida, del
evangelio y quizás pretendamos poner contra las cuerdas al propio
Jesús de Nazaret.
Pero
claro, los primeros que tenemos que creernos lo de la vida somos
nosotros mismos. Ahora que vivimos momentos chungos, momentos
apremiantes, momentos de escasez en muchos sentidos… quizás
también vivamos momentos de desesperanza, momentos de angustia,
momentos de desánimo. La vida nos tiene que invitar a la esperanza;
la vida nos tiene que invitar a la ilusión, la vida nos tiene que
invitar a tener ganas.
Quizás
vivamos un momento en que a la fe la metemos en el trastero de
nuestra vida, que la arrinconemos en la despensa del olvido y sin
embargo Pablo en la carta que le dirige a la comunidad de Tesalónica
les dice que el Señor les dará fuerza para anunciar su buena nueva.
Tesalónica y el propio Pablo se lo creyeron. Lo malo es que nosotros
tengamos duda de que nuestro Dios no es un Dios de vivos sino de
muertos.
Nuestro
Dios es un Dios que nos quiere como somos, con nuestras alegrías y
nuestras penas, con nuestras vida saludable y nuestro dolor… porque
en él se supone que superamos aquello que nos aflige. No caigamos en
la tentación del ritualismo, pero tampoco caigamos en la tentación
de la intransigencia. No abusemos del poder, sea cual fuere este,
porque seguro que en ninguna de estas cosas hay vida, sino que hay
muerte. E insisto que el nuestro es un Dios de vivos y no de muertos.
Da
la impresión, por otra lado lógico, que cómo será el más allá,
que qué habrá después de dar el paso que hay que dar; un paso que
nadie quiere dar al
que
muchos le tienen miedo, otros respeto.... Pero preocupémonos de
solucionar la vida que nos ha tocado. Preocupémonos de responder a
los buenos deseos, a las caricias, a los abrazos, a los besos.... que
son los que hacen que la vida, sea VIDA, por eso todos vivimos más
allá de la muerte ya que esta no tiene la última palabra.
Al
mal tiempo buena cara. A tiempo de dificultad, de crisis, de soledad,
de desgana… que se nos note que el mensaje nos ha llegado, nos ha
calado, que somos capaces de discernir en tiempos de mucha broza, el
verdadero grano que se siembra en tierra buena, el grano que da
fruto, el grano que da vida, porque somos testigos de un Dios de
vivos y no de muertos.
Hasta
la próxima
Paco
Mira
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