Cuánta soberbia vencida, cuánto perdón ofrecido, cuánta afrenta olvidada, cuánto daño curado. Cuánto dolor asumido, cuánta lagrima enjugada, cuánta mano tendida, cuánto amor derramado. Son esos los milagros de la paciente Eucaristía, Tu Cuerpo y Sangre, que horada roca dura, que pone freno a mares embravecidos, que espera a que se calmen las tormentas. En cada sagrario haces milagros, pero también, y, sobre todo, en cada alma. Eres el Divino impaciente que, con calma infinita, viene y habita, toca la puerta del alma.
Recibes muchos desprecios, alguna injuria y olvido, pero vuelves presuroso porque nunca se te das por vencido. Llevo años recibiéndote sin merecer Tu presencia.
Mucho trabajo te queda, en roca dura has dado conmigo. No te canses amigo bueno, aunque ingrato haya sido, sigue dándome tu sano Cuerpo para se vaya curado el mío.
Hoy te he vuelto a recibir; lo he hecho con todo cariño y cuando has entrado en mi alma ha salido de mis labios un gracias muy sentido.
Sé que no Te merezco y que nunca seré digno, y que algunos que me ven no Te ven en mí prendido. Sigue habitando en mi casa, no te vayas te lo pido.
Nunca des por imposible a este corazón mío, que se resiste a tu gracia, y que es ingrato contigo. Voy a seguir comulgando, voy a ser constante en mi empeño. Tal vez algún día te llegues a sentir feliz con mi vida, y sea capaz de responder a tanto amor con mi vida.
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