Señor, el Evangelio de hoy nos traslada de vuelta a Nazaret después de los días del censo en Belén. Tu Madre ya ha pasado los cuarenta días de su reclusión según mandaba la ley. Y lo primero que hacen tus padres es ir a Jerusalén a dar gracias por tu nacimiento y pagar el rescate, como hijo primogénito que eres. Las cosas de Dios son lo primero para ellos, expresión de cómo te van a educar. No tienen de casi nada, pero tienen a Dios, y con ello todo lo poseen. En el bullicio de aquel templo, un anciano se acerca y pide permiso para tenerte en brazos. Con lágrimas en los ojos, da gracias por tener al Salvador. Te devuelve a los brazos de María, y le hace la advertencia de que aquel niño le traerá problemas como una espada de dolor. Alegría y dolor son las constantes de la vida. Ni siquiera María se libró del dolor. Aceptarte no fue para ella un camino sin dificultades. Ni para ella ni para José. Amarse y respetarse mutuamente les ayudó a caminar juntos, a vivir bajo la sombra del Altísimo, a entender que Dios nunca abandona a los que confían. Señor, al venir a este mundo, no quisiste perderte el gozo de ser miembro de una familia. Quisiste experimentar todo lo humano, aprovechando todas sus posibilidades. Por eso no te privaste del gozo de ser familia. Te sentías orgullo de ser hijo del carpintero y hermano de tus parientes nazarenos, e hijo de una gran mujer llamada María. Sin renunciar a ellos empezaste a llamar familia a las personas que te escuchaban y te seguían como signo de esa fraternidad de todos que viniste a crear. Mirándote en este día te pido con humildad que me des corazón de familia, aprendiendo, acogiendo, aceptando. No encierres mi corazón en una soledad que dañe. Sagrada Familia de Nazaret abre mi corazón al amor.
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