Me hace falta escuchar, Señor, la voz de tus profetas, me hace mucha falta su voz. Es voz de consuelo que es la mejor corrección; es voz que anima y nunca aplasta, es voz que no cansa porque dice la verdad. Es voz que no aplaude la insensatez y la mentira. Es voz que no te promete una felicidad pasajera ni te adentra en el mundo del consumo desmedido. Es voz que habla al corazón, que despierta los sentidos y nos educa a la ternura. Y la primera palabra que escucho de un profeta en este segundo domingo de adviento es la palabra consuelo. En medio del adviento y con la ayuda de tu Madre, la que fue libre de todo pecado, imploro tu consuelo, Señor. No imploro una medicina calmante y tranquilizante. Imploro tu fortaleza y tu audacia. Sólo los que han sentido tu consuelo saben comunicarlo. Sólo los que han sabido rehacerse de sus cenizas saben empezar de nuevo. Tu Iglesia Señor no pasa por buenos momentos. No gozamos de una publicidad favorable, y en ocasiones se nos acusa de más cosas de las que son justas. No confiamos en nuestras fuerzas ni en nuestras bondades. Confiamos sólo en tu misericordia, sabiendo que un corazón contrito y humillado, Tú Señor, no lo desprecias. Y así, humillados y contritos, no nos predicamos a nosotros, sino a al que viene como sorpresa, que consuele y alienta. Y sigo escuchando la voz de otro profeta que me invita a preparar caminos, a otear horizontes, a seguir caminado, a no dejarme engañar. Y lo hace ligero de equipaje, firme en sus palabras y sobrio en su presencia. Porque lo mejor del que es auténtico no está fuera sino dentro. No lleva su riqueza en la apariencia, sino en lo profundo del corazón. Quiero escucharlo como si su voz fuera nueva, siempre necesaria y conveniente. Me hace falta escuchar, Señor, la voz de tus profetas, me hace mucha falta su voz.

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