viernes, 5 de noviembre de 2021

LIDIA TENÍA HAMBRE.DIARIO DE UN CURA


LIDIA TENÍA  HAMBRE 

En cierta ocasión, me cuenta un amigo, paseando por la calle, vi en un rincón, aterida de frío y hambre, a una niña de apenas cinco años. Tenía la cara tapada con las manos y con las lágrimas. Aquella chiquilla de nombre Lidia, tenía hambre, y sobre todo, carecía de cariño. A mí el corazón se me desgarró y me enfadé contra Dios y le dije:

-¿Por qué permites estas cosas Dios? ¿Eres tú ese Dios justo del que se habla en las iglesias? ¿Por qué no haces nada para solucionar estos problemas?

Dios guardó silencio y yo me volví a mi casa. Cuando, después de cenar, me disponía a descansar, entonces Dios me contestó, no sé cómo, pero yo lo escuché esto:

       -Me decías que por qué yo no hacía nada por aquella niña abandonada. Y te digo la verdad: Yo sí que he hecho algo. Te he hecho a ti. Te he hecho a ti, y a otros, para que vayan a socorrer a esa niña y a otras muchas personas. 

Ésta es la historia que suelo contar cuando alguien culpa a Dios de los males de este mundo, como si Él fuera responsable y no nosotros mismos que lo  permitimos, sabiendo que evitarlo está en nuestras manos. 

Admiro a la gente que es consciente de que nosotros podemos evitar la mayoría de los problemas. Aunque nos resulte  más cómodo  echar la culpa a Dios, a la Iglesia o a  otras personas sin incluirnos nosotros. 

Hace unos días, con motivo de Domund,  hablé  de  los misioneros que lo arriesgan todo por ayudar a personas que no son ni de su familia, ni de sus amigos, ni tampoco vecinos: Ellos dejan la tierra y la familia y  se lanzan a la aventura de compartir con otros lo que ellos recibieron en abundancia. Y recuerdo con gratitud a  los amigos de aquí que decidieron entregar su vida en América o África: Carmen Nieves, Hija de la Caridad, de la Isla de La Palma que trabajó duramente  en la selva de Bolivia  por salvar a niñas como Lidia; a Manolo Medina cura diocesano que no aguantaba el soplo del Espíritu que lo llamaba a América y se entregó al pueblo sencillo de Colombia; a Isidoro Sánchez que  ahora es cura de Castillo del Romeral y dio los mejores años de su vida en Nicaragua... Manolín Ramírez, sacerdote de  Ingenio que anda por Mozambique dando su juventud y su fe  con todas sus energías.   Y otros más, como  Inmaculada, de Firgas, que en Malawi sacó adelante un hospital para la gente más pobre y abandonada.  

        Y junto con ellos otros muchísimos jóvenes y adultos que un día y otro me hablan de sus ansias de hacer algo más por los otros. 

Pero mi admiración por los misioneros de mares afuera o tierra adentro, cuestiona también mi vida:  

¿Y no puedo también ser misionero?

Muchos lo hacen   echando una mano aquí al ladito, en Cáritas, o Protección civil o Cruz Roja. Y otras muchas ONG. 

Me emocionaba estos días viendo cómo la gente de nuestros pueblos, muchas de ellas con poquísimos recursos están  solidarizándose con  los afectados por el volcán de la Isla de La Palma. Es otra forma de ser misionero, tan evangélica como la de mis amigos que trabajan en América o en África. Benditos misioneros que se esfuerzan, cerca o lejos,   por los demás. 

Dios, no eres Tú el culpable, estoy seguro. 

Gracias a ti, esa niña de 5 años, Lidia,  aterida de frío y hambre, ya está siendo atendida. No fue necesario un milagro tuyo. Lo has hecho a través de los misioneros y misioneras de acá y de allá.  Cuando te culpamos a ti o a la Iglesia, es que, seguro, no hemos levantado un dedo para  ayudar a Lidia o a otros niños y niñas que esperan de nosotros lo que Dios nos dio.

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