Estaba
tan cansado que su rostro parecía sembrado de surcos. Como el cuero viejo, sus
mejillas colgaban. Sus ojos veían a lontananza como si ya no quisieran mirar.
"¿Para
qué?", se preguntó en voz alta. El tono de su voz sugería que no
encontraba respuesta posible.
"Mi
esposa me ha abandonado. Mi situación financiera es desastrosa. Mi salud va
cuesta abajo. Pronto van a despedirme por no presentarme a trabajar".
Era
cierto. No tenía sentido alguno decir al mecánico de 45 años que se alegrara.
Su vida estaba en estado de desastre.
Se
comprende que se hubiera olvidado de bailar con Dios. Ya no podía oír la
música. Vacío y carente de energía, estaba sentado junto a la pared. Por lo que
podía verse, este hombre abandonado dejaría de bailar para siempre.
Lo
que había olvidado -si es que alguna vez lo había sabido- es que cuando
bailamos con Dios bailamos a ritmo de vals. Nada rápido. Nada complejo. Apenas
un movimiento lento y calmo. Un paso a la vez.
Los
creyentes no necesitamos ver el mañana, la semana entrante o más allá. No
buscamos comprender cómo se arreglarán las cosas. Por eso nos llaman creyentes.
Para
bailar, sólo hay que poner un pie delante del otro. Es ésa toda la fe que
necesitamos. Un paso y después otro. No tenemos que ver a dónde nos llevará el
paso diez o el paso cien. Dios baila hacia adelante, a veces hacia los lados, y
bailamos mejor cuando lo hacemos a su ritmo.
Levántate
de esa silla. Da el primer paso. Vístete. Come un pan tostado. Sal por la
puerta. ¿Qué harás cuando hayas salido? Ya tendrás tiempo de preguntártelo.
Sigue moviéndote. Así es este baile.
Es
difícil bailar sentado. Aún más si estás mirando al piso.
¿Y
qué tal si te caes o si luces torpe al azotar contra el suelo? En ocasiones nos
olvidamos de que Dios está a nuestro lado, de que nos tiende la mano y baila
con nosotros. Eso hace toda la diferencia.
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