Texto
de la homilía del papa Francisco en la misa de gallo
Es
la segunda Navidad que el Santo Padre pasa en el Vaticano. 'Lo más importante
es dejar que el Señor me encuentre y me acaricie con cariño'.
Ciudad
del Vaticano, 24 de diciembre de 2014 (Zenit.org)
«El
pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de
sombras y una luz les brilló» (Is 9,1). «Un ángel del Señor se les presentó [a
los pastores]: la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9). De este
modo, la liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del
Salvador como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del
Señor en medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de
la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.
También
nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las
tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina
nuestros pasos y animados por la esperanza de encontrar la «luz grande».
Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros la posibilidad de contemplar
el milagro de ese niño-sol que, viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.
El
origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde en la noche de los
tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido el primer crimen
de la humanidad, cuando la mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte
a su hermano Abel (cf. Gn 4,8). También el curso de los siglos ha estado
marcado por la violencia, las guerras, el odio, la opresión. Pero Dios, que
había puesto sus esperanzas en el hombre hecho a su imagen y semejanza,
aguardaba pacientemente. Dios Esperaba. Esperó durante tanto tiempo, que quizás
en un cierto momento hubiera tenido que renunciar. En cambio, no podía
renunciar, no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13). Por eso ha seguido
esperando con paciencia ante la corrupción de los hombres y de los pueblos. La
paciencia de Dios, como es difícil entender esto, la paciencia de Dios delante
de nosotros.
A
lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela
que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y
que la corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no
conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre
de la parábola del hijo pródigo, esperando de ver a lo lejos el retorno del
hijo perdido.
Con
paciencia, la paciencia de Dios.
La
profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz que disipa la
oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos tiernas de
María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando los
ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron con
estas palabras: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre». La «señal» es la humildad de Dios, la
humildad de Dios llevada hasta el extremo. Es el amor con el que, aquella
noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias,
nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que
buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura de Dios:
Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios
enamorado de nuestra pequeñez.
Esta
noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en
un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me
dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? «Pero
si yo busco al Señor» –podríamos responder–. Sin embargo, lo más importante no
es buscarlo, sino dejar que sea él quien me encuentre y me acaricie con cariño.
Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios
que me quiera mucho?
Y
más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles y
los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones
impersonales, quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta
necesidad de ternura tiene el mundo de hoy! La paciencia de Dios, la ternura de
Dios.
La
respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra
pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos
damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se
hace pequeño para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos no abrirle
nuestro corazón y suplicarle: «Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de
la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de
la cercanía en las necesidades de los demás, de la mansedumbre en cualquier
conflicto».
Queridos
hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos el pesebre: allí «el
pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande». La vio la gente sencilla,
dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los
soberbios, los que establecen las leyes según sus propios criterios personales,
los que adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo
a la Virgen Madre: «María, muéstranos a Jesús».
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