Señor, soy un invitado permanente a la fiesta de la vida, que es tu fiesta.
Una fiesta siempre viva, una puerta que no se cierra.
Fiesta que no empalaga, ni aleja de los problemas.
Un convite para todos, una mesa siempre puesta.
Una fiesta donde el propio encuentro alimenta.
En ella no hay puesto que esté libre, sin buscar la preferencia, porque todos tienen algo que aportar desde su pobreza.
En esta fiesta Tú lo pones casi todo, yo aporto mi presencia, y el deseo humilde y noble de nunca pagar la vela, de sentarme con los otros, que me acogen sin protestas.
Me acomodo y hago sitio, como vi hacer a otros, cuando nuevo me acercaba y aprendía el lenguaje de esta fiesta.
A tu Hijo festejamos; Él ha puesto la comida, hecha palabra y ejemplo, pan y vino que alimenta, que sabe a amor hasta el extremo. Él visita cada sitio, y con cada uno tiene una palabra amable, una palabra de vida y un consuelo saludable.
Muchos rostros enmarcados en las paredes observo; son de aquellos que estuvieron en su día y que ahora participan de otra fiesta, más hermosa y más alegre. La fiesta nueva y eterna.
A esa fiesta no se entra sin primero pasar por esta, donde se aprende el camino y se educan y modelan tantas posturas no buenas.
Todos mirando a Cursti y aprendiendo de sus gestos, siempre sirviendo la mesa y ofreciéndonos lo bueno.
A veces vengo casado y con heridas patentes, y sin ganas de fiesta, y Él me anima como nadie, me consuela y me alienta.
Lo veo feliz cuando traigo a alguien nuevo a su fiesta y le enseño con paciencia a sentirse bien en ella.
De manera bien discreta a veces me saca aparte, me hace ver que mi vestido alguna mancha presenta y me ayuda a revestirme de un traje nuevo de fiesta.
Consciente de lo que supone ser invitado a Tu encuentro, no dejes de llamarme al convite de tu fiesta.
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