¿SABEMOS
ORAR O NO NOS ESCUCHAN?
Mi
padre tenía un vecino que en la puerta de su casa tenía un árbol, bastante
molesto, por cierto. Hizo varios escritos y reclamaciones y nunca tuvo una
respuesta que le fuera válida, ni siquiera que le habían trasladado su petición
al departamento correspondiente. Es más, pasado un tiempo, arrojó la toalla
argumentando que ya no perdía más el tiempo porque no le hacían caso y que no
le quedaba otra que aguantarse y soportar el árbol en cuestión. Pero seguro que
no solamente le habrá pasado al vecino de mi padre, sino a todos en alguna
ocasión y ante situaciones de las más diversas.
También
esto nos ocurre en nuestra relación con Dios. La mayor parte de nuestra oración
es de petición (por nosotros, por familiares y otras personas, por los
problemas y situaciones que vemos en el mundo…) y entendemos que nuestras
peticiones son muy justas y necesarias, pero muchas veces nos encontramos con
que esas peticiones parecen ser ignoradas, a pesar de nuestro fervor en la
oración, y pensamos que Dios no nos hace caso, y acabamos desistiendo con
“resignación”. Es muy comprensible esta actitud, por eso Jesús nos ha ofrecido
en el Evangelio la parábola de una viuda que insiste una y otra vez en su
petición, a pesar de la indiferencia del juez, para enseñarnos que es necesario
orar siempre, sin desfallecer.
Este
fin de semana, el Señor nos invita a plantearnos por qué oramos, cuándo oramos,
y qué esperamos de Él al presentarle nuestra oración. Quizá, como decíamos al
principio, inconscientemente vemos a Dios como una especie de “responsable de
peticiones y reclamaciones”, (casi como el vecino de mi padre cuando iba al
ayuntamiento) y oramos “porque necesitamos algo”, nosotros o alguien de nuestro
entorno, y esperamos que solucione nuestra petición y cuanto antes. Y así,
desde esa mentalidad cuando “no necesitamos nada”, no vemos necesario orar; o
bien, si nos parece que “no nos hace caso”, nos cansamos y dejamos de
presentarle nuestras peticiones.
La
oración cristiana es mucho más que decir unas palabras o unas fórmulas
contenidas en libros de devoción; la oración es, fundamentalmente, un encuentro
con Dios, un diálogo entrañable con la persona que amamos y que sabemos que nos
ama y en el que se nos abre un horizonte nuevo para interpretar la vida y la
forma en cómo debemos estar en el mundo. La oración no es para sumirnos en un
sueño de un mundo ideal sino para despertarnos y hacernos conscientes del papel
que, como discípulos de Jesús, tenemos en la transformación de la sociedad. La
oración, entendida así, no se reduce entonces al momento del día en la que la
hacemos, sino que se va convirtiendo en una fuente de actitudes y criterios
para vivir de la manera más coherente con el proyecto que Dios tiene para cada
uno de nosotros y para la comunidad en la que nos integramos.
El
mundo de hoy necesita místicos, necesitas personas que trasciendan la mentalidad
de la eficacia y sean capaces de incorporar en su mirada un horizonte de
sentido nuevo, en cristiano, que sean capaces de hacer una lectura creyente de
la vida y de la historia.
El
mundo de hoy necesita hombres y mujeres de oración. Dios no es sordo a los
gritos de la humanidad, no da largas a nuestras peticiones, su respuesta es
pronta y rápida y en ella nos da las luces y las fuerzas necesarias para
trabajar y sembrar los valores que puedan hacer de este mundo una casa para
todos los hombres sin excepción. La viuda del evangelio es un modelo de
constancia. Ella no se cansa de reclamar justicia y el juez, aunque sea por
hastío, se la acaba dando. Quizás abandonar la oración pueda suponer la frase
última del evangelio, “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la
tierra?”
No
quiero terminar sin acordarme de las fiestas de mi pueblo que se inician en la
fiesta de una gran mujer, constante en la oración y perseverante en ella:
Teresa de Jesús. Ojalá que la oración y la medicina de Dios (San Rafael) sean
los compañeros de viaje en un mundo nada fácil de recorrer.
Hasta
la próxima
Paco
Mira
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