Hace
una semana, el domingo pasado, muchos fueron los que se quedaron hasta altas
horas de la madrugada con el objeto de contemplar en directo el desarrollo de
la entrega de premios cinematográficos más importantes del mundo. Todo el que
se dedica al séptimo arte sueña con una estatuilla que le acredite ante los
demás que el trabajo que hizo merece la pena.
Yo
les confieso que no me he quedado. Ya los años me van empujando a irme para la
cama, casi como los niños cuando tienen colegio al día siguiente. Pero sí me
llamó la atención por lo visto en los informativos, que una de las cosas que
más era fotografiada era precisamente una alfombra y además roja. Por ese trozo
de tela, por esos escasos cien metros, se pasean, se paran, se fotografían lo
más selecto de la cinematografía mundial.
Los
cristianos también tenemos un premio, al que me gustaría llegar algún día. Un
premio que lo más seguro es que no salga en los medios de comunicación como
otros, aunque en más de una ocasión se ha reflejado en el cine. Un premio que
nos lo entregarán no de inmediato, sino que nosotros procuraremos que se
alargue lo más posible: queremos conseguirlo, estamos nominados, pero ¡cuanto
más tarde mejor!. Curioso.
Esta
alfombra la hemos empezado a estirar el miércoles de esta semana. Un miércoles
que hemos denominado de ceniza. No por ser nosotros tales, sino para
recordarnos lo poco que somos; para recordarnos que los premios tienen el valor
que nosotros queramos darle sin necesidad de que los demás tengan que
reconocerlo. La ceniza es polvo que el viento lleva y quizás en muchos de los
casos se pierde, pero que deja la mano manchada, porque deja huella.
La
ceniza nos recuerda que hay posibilidades de volver a empezar de nuevo cuando
en la alfombra nos hemos tropezado; la ceniza nos recuerda que la vida siempre
tiene más de una oportunidad y por eso nos llama a la conversión y a creer que
hay una palabra escrita, pero sobre todo viva, que nos ayuda a conseguir
aquello que anhelamos.
Pero
claro. Los actores, antes de pasar por la alfombra, han pasado muchas penurias
y quizás calamidades para llegar a conseguir el premio final. Jesús, este fin
de semana, nos recuerda que las tentaciones están al borde del camino; que las
tentaciones nos salen a la vuelta de cualquiera de las esquinas y que hay que
tener la cabeza bien fría para darse cuenta que la conversión significa vencer
la tentación.
En
el fondo las tentaciones no tienen por qué ser malas. Las tentaciones son, a
veces, el termómetro de las fidelidades. Pero fidelidades en todos los
sentidos. Hoy la sociedad en la que nos movemos nos lleva a ponernos en bandeja
un montón de tentaciones que no son compatibles con el evangelio.
La
cuaresma nos tiene que llevar al ayuno de infinidad de tentaciones que nos
apartan del camino que hemos escogido; nos tiene que llevar a la abstinencia de
gran cantidad de tentaciones que no deja sitio en nuestro corazón para el
servicio a los demás, especialmente a los más necesitados. Nos tiene que llevar
a la limosna del compartir más que en otras ocasiones: abrazos, risas,
silencios... y nos tiene que impulsar a lo que nos tiene que mover en nuestra
vida cristiana. Un cristiano sin oración es como un vehículo con el depósito
casi sin gasolina.
Feliz
cuaresma para todos, a pesar de algunos carnavales.
Hasta
la próxima
Paco
Mira
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