El Adviento de María duró nueve meses.
Nueve meses de espera y de gozosa esperanza, viviendo cada hora, cada minuto,
el don de Dios. ¡Qué diálogos sin palabras mantendría con aquel Hijo que
llevaba en sus entrañas, y que era, al mismo tiempo, su Dios y Señor!
Su cuerpo todo, hecho templo de Dios; su
vientre, todo él grávido de divinidad y de humanidad, al mismo tiempo. Ella, la
esclava del Señor es también la Madre del mismo Señor.
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