miércoles, 4 de junio de 2014

LA PREGUNTA DEL MENDIGO Y LA RESPUESTA DEL SABIO


Cuando nos planteamos vivir en el Espíritu y orar en el Espíritu, hablamos de la necesidad de ser sinceros, transparentes, para que Él pueda actuar con libertad en nosotros. Comprendemos que la vida es un movimiento continuo de crecimiento, a base de pérdidas, tropiezos, vacíos, encuentros, levantamientos y momentos de plenitud. La primera tarea del Espíritu en nosotros es vencer el miedo a la vida y abrirnos a la confianza. Dios es propicio y providen­te, Él es Padre. Esta es la principal revelación del Espíritu: la experien­cia profunda, vital de Dios como ABBA.
En la búsqueda de Dios el hombre se busca a sí mismo, y cuando encuentra el rastro de Dios, no lo haya lejos de sí, ni siendo enemigo de sí mismo, ni en una ansiedad inacabable.

Siendo yo mendigo, pidiendo de puerta en puerta, pedía no solo alimentos, sino palabras de vida que pudieran saciar un poco mi inquietud y mi falta de hogar interior. En esa época me presentaron a un sabio, de los que nunca parecen decirte lo que les preguntas, porque no les interesa nada que les aplaudas, o que les agradezcas, o que les sonrías... es decir, un hombre sabio.

Me acerqué a él y le pregunté qué significaba vivir en el Espíritu, orar en el Espíritu... Andaba yo por entonces huido de todo, escapando de todo, sin el mínimo deseo de comprometerme con nada, un poco herido y bastante disperso.

El hombre sabio pareció no hacerme caso, pero yo me sentía tranquilo, a salvo en su presencia. Estuvo inmóvil un largo tiempo, sereno, quemando la impaciencia que pudiera haber en mi pregunta, y soplando su paz hacia el mendigo que tenía delante. Su silencio era su verdadera respuesta, sin embargo, me dijo:


                             Te voy a contar un cuento:


Estaba sentado al borde del camino, sumergido en un sueño profundo... Una rama cayó del árbol y lo despertó, y... entonces, se estremeció, porque no recordaba cuánto tiempo había estado durmiendo; podrían ser horas, días... Una sensación de debilidad acompañaba estos pensamientos, pero otra idea lo sobrecogió aún más: ni siquiera recordaba quién era, y se sintió desvalido, como un niño que se perdiera de sus padres entre una gran multitud. ¿Qué hacer?
Comenzó a deambular sin saber a dónde, y se preguntaba aturdido, una y otra vez, quién era. Y siguió preguntando en voz alta: ¿quién soy?, ¿quién soy? Y el eco de su voz se perdió sin respuesta, devolviéndole sus mismas palabras... '¿quién soy?'
Bordeando el camino, preguntó al árbol: - ¿quién soy?
Y el árbol respondió: - eres un ser humano sin raíz, por eso vas de un lado a otro, porque no tienes verdadero asiento y eres inconstante.
Aquella respuesta le dejó aún peor, todavía sabía menos.
Y preguntó al pajarillo que cantaba en la rama: - ¿quién soy?
 Y el pajarillo le dijo: - fuiste creado para cantar y has olvidado tu canto, porque tienes miedo. Fuiste creado para volar, pero tus huesos se han endurecido y se han hecho pesados, obligándote a arrastrarte por la vida sin llegar a ninguna cima.
Seguía aún desconcertado y aguardó a la noche para preguntar a las estrellas: - ¿quién soy?
Y las estrellas empezaron a reír a coro, y continuaron riendo largo rato. Cada vez se sentía peor, ahora pensando que se burlaban de él. Pero las estrellas son sabias y se ríen para despertarnos.
Se alejó intentando descubrir algo que le pusiera en camino hacia alguna parte y, después de andar largo rato, sintió a su lado caminar a alguien. Era un hombre de larga túnica color tierra, mirada apacible y pelo largo iluminado por la luz de la luna, que caminó con él sin decir nada. Tuvo el impulso de lanzar su pregunta: '¿quién soy?', pero no lo hizo. Aquella mirada... ¡oh, aquella mirada... color de luna...! En ella olvidó su angustia y, después de un rato, se sorprendió dejándolo marchar, sin decir tampoco nada. Lo vio alejarse. Respiró hondo.
A solas, sentía ahora que nadie iba a responder a su pregunta, que la respuesta estaba en su raíz, y se sintió con vida dentro, volvió a respirar hondo, feliz, sin saber del todo por qué. Ahora caminaba más despacio, y esperaba...
Y comenzó a cantar. Se dio cuenta de que no lo hacía desde mucho tiempo atrás, y de que lo hacía muy mal; aun así, no podía parar de cantar, y, con el cantar, un miedo se alejó volando, y multitud de pajarillos empezaron a entonar los más diversos cantos, y se emocionó al comprender, sí, que agradecían su canto, que era el suyo, ni mejor ni peor, era suyo, y ahora de todos, guardado desde hacía mucho. Siguió cantando y silbando por el camino.
Al mirar las estrellas volvieron a reír, porque las estrellas son sabias y se ríen de nosotros cuando olvidamos la verdadera luz que ilumina nuestro camino. Y ahora la risa de las estrellas se le contagió, y reía como un niño, sin saber muy bien por qué, como un tonto feliz de un tesoro desconocido para él mismo.
Avanzaba por el camino cuando amanecía, y una aldea surgía a lo lejos... De una casucha junto al prado, se abrió chirriando la puerta, y una mujer salió corriendo hacia él, con tres niños tras ella. Aquella mujer se tiró a su cuello y le dijo con lágrimas: - hace días que te esperábamos, nos tenías preocupados.
Los niños se habían entrelazado a sus piernas, sin darle tiempo a reaccionar. Él lloraba... y comprendió... aquél sueño... al borde del camino... había sido un REGALO, el mejor regalo.
El Espíritu Santo es para nosotros el mejor DON imaginable, nos reduce a la nada, para que aprendamos a empezar desde Él, fiados en Él. Cada vez que oramos nos desnudamos delante de Él, nos despojamos de toda seguridad, y aprendemos, en su misericor­dia, a olvidar nuestro pecado, a no lamentarnos de nuestra propia pequeñez para ser fuertes y valientes en Él. A dejarnos querer por su amor, que todo lo hace nuevo.         


Que el Espíritu Santo nos regale la raíz de los árboles, el canto de los pájaros y la sabiduría alegre, luminosa, silenciosa de las estrellas.

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