EL SILENCIO DEL SÁBADO SANTO
Lo
que hace que este día sea "santo" es que está preñado de una
esperanza cierta. Después de unos días muy intensos en los que todo se ha
sucedido con rapidez, casi sin frenos, la liturgia se calla, los altares de
callan, las bocas que cantaban se callan. Todo se sume en el silencio, pero no
es un silencio hueco, vacío, desprovisto de todo. Es un silencio que alberga la
vida y que la contiene antes de que ésta explote. El sábado santo es como el
brote nuevo que vemos en el árbol justo antes de explotar en flores rebosantes
de color, de vida, de savia nueva. Como el brote que alberga la rama seca del
que brotará una nueva rama alimentada por el brío incontenible de la primavera.
Sí, el sábado santo sabe más de vida que de muerte porque, aunque anda de ambos
equidistante, deja atrás lo que la cruz clavó y el sudario cubrió y promete la
luz de una mañana soleada, brillante, plena.
¿Quién
me dará unos ojos vivos,
despiertos,
profundos,
alegres,
limpios,
hondos,
claros
y
transparentes?
¿Quién
me dará unos ojos abiertos,
sabios,
honestos,
atentos,
llorosos,
prudentes,
tiernos
y
acogedores?
Porque
los que ahora tengo están ciegos,
sucios,
tristes,
heridos,
pitañosos,
enfermos,
solos
y
sin horizonte.
¿Quién
me dará unos ojos nuevos,
evangélicos,
pascuales,
para
verte
y
ver lo que Tú nos ofreces
día
y noche
a
raudales
y
gratis?
¡Dame,
Señor, unos ojos nuevos
que
te vean y te revelen!
¡Dame
unos ojos pascuales!
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